Por José Luna
Berta y yo llegamos a San Miguel en junio de 1975 con la intención de dedicarnos, ella a pintar y yo a escribir Para generar ingresos que soportaran nuestras aficiones, traspasamos un pequeño restaurante que se llamaba Adriano’s, con seis mesas.
Nunca habíamos sido restauranteros pero teníamos amplia experiencia en la degustación de platillos. Cuando hicimos el traspaso nos dijeron que lo único bueno ahí era el chef, así que aceptamos.
Nosotros seríamos meseros, aunque no sabíamos por cual lado se servían las bebidas o los alimentos, intuíamos que lo más importante era ser amables, hacer sentir bien a nuestros clientes. El primer día esperamos con emoción a nuestros comensales, llegó uno y yo lo atendí. Ordenó una carne asada con ensalada, tomé la orden y la pasé al “chef”, quien minutos más tarde me entregó algo parecido a una suela de zapato con una rebanada de jitomate del día anterior, le dije que no podía llevar eso a la mesa y le pedí que preparara otro, Berta obsequió una copa de vino al cliente mientras le explicaba que teníamos un pequeño problema en la cocina, la segunda orden no fue mejor que la primera, se la regalamos a nuestro desafortunado visitante y le contamos la verdad: él era nuestro primer cliente, el chef servía para nada y nosotros teníamos que aprender.